Orabela

Orabela

por Erica Baum

  
 
Había una vez una bellísima india, de piel oscura, flequillo y cabello largo, a quien todos llamaban “Orabela”, que sufría porque su indio, de piel roja, Ahuit, echaba humo en otra tribu.
Orabela tenía un don extraordinario, pero era tan buena que no usaba su poder para no brillar entre las demás, para que no la envidien.
Su abuela, Apala, le había regalado un colgante con un jade para protegerse de los malos espíritus.
Orabela tenía un secreto que no podía ocultar: su sonrisa.
Todas las noches y todas las mañanas penaba por su amor de piel roja y pensaba, e ignoraba lo mal que le hacía pensar, en su ingrato destino de soledad.
Como era tan bondadosa, en lugar de embrujar a las otras, sus rivales, decidió cortar su cabello en un rito astral y, con un suspiro angustiante, exclamó: “si él no me ama, nadie lo hará”.
Pero seguía siendo bonita, aunque su extrema sensibilidad superaba su hermosura y resultaba una india rara para los ojos de los demás.
Descalza, desnuda, dorada por el sol, se echó a llorar bajo un puente y se durmió con tanta mala suerte que soñó con él, que tenía los ojos achinados de tanto fumar y la nariz roja de tanto andar.
Orabela abrió sus ojazos negros, observó el sol y se dio por vencida: él, ¿ya no me querrá? Y, de tristeza y desamor, enfermó. Adelgazó. Murió.
El día que su espíritu desencarnó, Ahuit, el caballero andante, en medio de un combate se quebró. Fisurado y, sin acampe, sobre la orilla de un río se tiró a esperar a su india que al cielo lo elevó. Fueron felices y resolvieron el misterio del amor, que no tiene muros ni puertas y habita el silencio mayor.
Fin
 
 
 
Ilustración: "Perpetually-human", de Olivia Charmaine.
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