Norah

Norah

por Erica Baum


Supe que Norah estaba embarazada el mismo día que conocí su desgracia. Solíamos coincidir en gimnasio que queda frente al parque municipal, en las clases de spinning. Lautaro, nuestro profesor nos indicaba un circuito por terrenos arenosos y nos motivaba para subir y bajar médanos imaginarios. Nos reíamos de él y de nuestra poca resistencia: “me convierto en bola de arena, ruedo hasta la orilla y listo, me quedo con el bañero”, bromeaba. El profe, para hacernos callar, aumentaba un cambio y subía el volumen de la música. En el poco tiempo que nos quedaba libre en el vestuario compartíamos anécdotas superficiales sobre lo que íbamos a cocinar esa noche o sobre el grupo de yoga que se reunía en el parque los sábados a media mañana: “con Yoga no voy a perder ni un gramo, prefiero el sacrificio antes que el nihilismo fofo”, decía agarrándose los rollos del abdomen que cubría con una musculosa gris extra grande. Norah llevaba puesto un reloj rectangular, de malla ancha de caucho azul, con rayas blancas y rojas. Será que a mí nunca me gustó usar relojes, que me pareció estrambótico y fuera de lugar para ir a un gimnasio, dudé en preguntarle dónde lo había comprado y me arrepentí, si total nunca voy a usar uno.
Durante más de diez meses me resultó imposible asistir a spinning con regularidad. Con mi socia, Sandra, ganamos un concurso para restaurar el Teatro del Pueblo, que data de 1920, y, lo cierto es que apenas me quedaba tiempo para descansar. Una noche, mi marido, Luisito, que abunda en sutilezas y discreción, me cubrió con la sábana hasta los hombros y me dijo con media sonrisa: “pareces una momia”. Luisito es ingeniero informático, abre la boca para comer e higienizarse, odia las mascotas y las comidas picantes o exóticas, tiene mil rutinas, pero es noble como lluvia del desierto. Fue entonces, cuando decidí regresar al gimnasio un jueves por la tarde. Al llegar a la esquina del parque vi que Flavia, otra de mis compañeras, estaba atando su bici en el poste de luz. Le hice una seña a la distancia, cruzamos en paralelo la calle y, en la puerta del gimnasio, tras saludarnos, me sacudió las novedades.
A pesar de tener más de 45 años, Norah había decidido seguir adelante con su embarazo. Al entrar en el séptimo mes sufrió un pico de presión, el médico la envió a su casa y su esposo, exasperado, la internó de urgencia esa misma noche por guardia. Cesárea. Su bebé falleció y ella quedó conectada a un respirador. Llevaba más de un mes así.
Ese día regresé a casa angustiada por la noticia y le llamé a Luisito para avisarle que me iría corriendo al hospital a visitar a una compañera de spinning: “¿quién es, la conozco, qué le paso?”. Luisito, que era de pocas palabras, quedó perturbado por la noticia y me aseguró que esa noche él se encargaría de nuestra cena: asado al horno con batatas.
Recorrer los pasillos del hospital fue como estar en vivo en una escena Dantesca; y no justamente de las del paraíso. “Las visitas son por turnos de diez minutos, no más, le ruego que apague su celular antes de entrar y que guarde absoluto silencio”, me explicó la secretaria de la sala de terapia intensiva con un tono de voz monocorde y amable.
Me acerqué en silencio, sentí el calor de su piel relajada bajo las sábanas verdes del hospital, palpé sus dedos aún hinchados y rocé su mano con la mía. Latía, suave, acompasada. Miré sus ojos cerrados y, haciendo círculos con mis dedos en el interior de la palma de su mano, deseé que se libere de ese dolor; que ignoraba, pero que en algún lugar de su alma debía registrar. Fue inevitable: se me aguaron los ojos y estrujé su mano. Luego, recordé que Luisito nunca quiso que tuviéramos familia: “estamos grandes y ya sabes que no tolero los ruidos, ni el desorden”. Lo imaginé picando cebolla en nuestra terraza, para no llenar de olor la cocina. Y, como quien saca fichas de un museo de reliquias, se me vino a la mente Aurelia, la madre de Luisito, en sus últimos días, abrazándonos a los dos, aquella vez que la fuimos a visitar a La Rioja. En ese instante, casi inconscientemente, besé la mano de Norah y la apoyé sobre la manta, extendida. Fue entonces cuando me miró, por última vez.

Ilustración: Oleg Tcuoubakov
https://cuadernoderetazos.files.wordpress.com/2011/09/oleg-tchoubakov-10.jpg

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