Zela
Zela
por Erica Baum
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Rezongó. Estaba harta de vivir entre cuatro paredes, sin abrir las ventanas
para que entre luz o aire.
-¿Trajiste dinero hoy? -le dijo mientras le
dedicaba una mirada odiosa.
-Te traje algo mejor que eso.
Abrió su puño de nudillos
gruesos y dejó caer sobre la mesa de madera gastada, comida por las polillas,
una bolsa de tela translúcida, color blanco, sedosa al tacto y repleta de
pequeñas cosas que brillaban.
-¿Qué es eso?, no estamos para sorpresas. ¡Dale, habla…! –dijo Zela,
rascándose la cabeza.
-…
-¡Hablá, te dije! –reiteró, dándole una
cachetada que hizo retumbar la jarra de lata verde que había sobre la mesa. Él
resistió el embate con el rostro morado y los dientes apretados. Estaba a punto
de explotar, sentía que su sangre bullía al borde de su cabeza. Kielo cerró los
ojos, dio un largo suspiro y tomó la bolsa con su mano derecha, al tiempo que
empujó a Zela contra la pared, logrando que ella se cayera al piso.
Estaba por amanecer, eran cerca
de las seis de la madrugada. Afuera el aire estaba pesado como nos sucede cuando,
al despertar de un sueño profundo, nos resulta imposible articular palabra. El
pueblo más cercano estaba a unos cuarenta kilómetros y, aparte de ellos, en ese
páramo sólo habitaban unas vacas huesudas que hacía dos temporadas que no daban
leche; una cabra cornuda, bien cornuda y abandonada, varias gallinas chillonas,
magras, putas, que sin embargo no ponían huevos ni engordaban.
La vida en Cuesta era triste y aburrida.
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Kielo y Zela eran primos; pero no primos de sangre. La madre de Zela había
fallecido justo en el instante en que ella nació y a Kielo lo había criado la
mejor amiga de su tía; su madre lo había abandonado, cuando él tenía seis años,
para ir a buscar suerte en la ciudad. Desde entonces, a cada transeúnte que llegaba
al pueblo, Kielo le preguntaba si la había visto, oyendo todo tipo de rumores: “que
limpia un chiquero, que cocina para una familia patricia, que baila en un
puticlub…” Fue entonces, al oír eso, cuando Kielo sintió una gran desilusión, dejó
de preguntar por su mamá y se confinó a la vida rural.
Con el correr del tiempo, Zela
se convertiría en una mujer alta y extremadamente delgada pero con músculos bien
marcados en sus brazos. A pesar de sus treinta y cinco años, parecería de más
de cincuenta. Su pelo, entrecano, grueso, enrulado y totalmente desprolijo
estaría siempre suelto, como queriendo darse aires de señora con todo ese
volumen en la cabeza.
La primera vez que Zela y Kielo habían
compartido un catre, tenían doce años. Había sido por necesidad, claro. Las
matronas dormían en el cuarto, los hombres en el establo y los chicos en el entretecho;
en el intersticio que da justo hacia la ventana chiquita, esa que nunca se
abre. En ese entonces, eran cinco, entre “primos” y “primas”. Había una
profunda afinidad social, una suerte de destino anudado al interior de la
ventana pequeña con cuatro nudos gruesos, dos dobles y un refuerzo de nudo
especial: el des-nudo:
-Me estas tocando con algo en la espalda… -le
dijo Zela a Kielo, en aquella primera ocasión en que durmieron juntos. Te dije
que no me roces –añadió, y extendió
un hilo de lanilla gris para dividir la cama en dos. Kielo no pudo contener su
erección y, sin mediar palabra, apretó con sus manos el centro de su pantalón y
cerró los ojos hasta que se mojó. Se durmió sin saber que, al día siguiente,
Zela lo iría a despertar un beso sobre la frente: “buen día, mi amor”.
Fue así como crecieron rodeados
de gente, que entraba y salía del rancho, que iba a la ciudad y nunca más
regresaba. Hasta que un día quedaron ahí, solos, ellos dos. Zela miró a Kielo y
con un gesto de derecha a izquierda con su cabeza señaló el cuarto. Él ingreso,
obediente, y de pie, con las manos sobre el cinturón, la esperó. Zela había
limpiado el lugar hasta sudar sobre el piso. Era la misma piojera de siempre,
pero amorosamente perfumada. Zela sentía ganas de llorar, no deseaba estar sola
con él, no deseaba quedarse en el rancho, no deseaba ser mujer… pero no daba
más. Sentó a Kielo sobre la cama, la única cama, que ahora era toda de ellos y
lo desvistió.
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Ahora sus destinos estaban irremediablemente anudados. Por debajo de la
puerta principal del rancho, la única que permitía el ingreso y el egreso,
salvo cuando debido a las grandes nevadas no tenían más remedio que montar una
tabla en el ventanal de la planta baja y comunicarse con el exterior desde ahí
como en una suerte de tobogán, por debajo de esa puerta se filtraba la luz del
amanecer y, en el silencio espacial del campo, se oía muy a lo lejos el sonido
de algunas aves. El rancho ahora olía mal, por el calor del verano. A pesar de
sentirse dolida en el cuerpo y herida en el alma, Zela dio revancha.
Luego del golpe, se incorporó e
intentó luchar con Kielo para quitarle la bolsa de la mano. Pero ya era tarde.
Al subir los escalones que daban al entretecho que otrora los cobijó, Kielo dio
un fuerte codazo sobre la pequeña ventana que por primera vez se abrió y, sin
querer, esparció todo el oro en polvo que había en la bolsa. Al ver el cielo
turquesa en tornasol dorado con sus propios ojos y comprender… su destino desgraciado,
por primera vez, cambió.
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