El Sueño de Medea

El Sueño de Medea

por Erica Baum




      Huele a sal por todas partes. Siento la piel áspera y los labios descascarados por la intemperie del mar. Como llevo caminado más de tres días por las dunas, me refugio entre ramas secas para protegerme en la oscuridad. Tengo los dedos de los pies llagados y recubiertos de una costra odorífera y a la vez sangrante, como si pequeñas agujas intercedieran entre la superficie de mi piel y mi ser para recordarme que no debo seguir, que tengo que registrar que alguien más está aquí, adentro de mí, más despierta que yo…


      Me desplomo en Serenia, la playa más blanca de toda la costa oeste de la región. Al despertarme, mi brazo derecho está hundido en la arena y el dedo mayor de mi mano izquierda dentro de mi boca. Trago. Varias veces, salivo. Mi agua es dulce, aún. El cielo, arriba, turquesa, me quema los párpados y el mar, que apenas se oye murmurar, resulta una suerte de malicia. Tengo sed, pero me resisto. Intento subir a los médanos para hacer pis. ¿Cómo es posible que mi cuerpo funcione así, siendo que no he bebido más que el agua de alguna fruta o de alguna planta de mar que mastico y mastico hasta exprimirla?

      El desierto es un misterio; mi vida, también.

      Viene a mi memoria Rek.

      Había sido bautizada “Zareka”. Rek le decíamos nosotras, sus amigas. Sentí que le había desobedecido, cuando me pidió que no continúe sola por el desierto sin el grupo de la excursión. Creo ver frente a mí el rostro de Rek, sus ojos verdes, su cabello renegrido, su risa nerviosa… pero sincera. Pero aquí estoy: sola, desolada, despellejada. ¿Dónde estará Rek? Levanto la vista y justo pasa planeando una de esas aves de tres colores que despliegan sus alas con tanta destreza y suavidad que parecen danzar en el cielo.

-No te vayas, Medea.

-Quédate tranquila, Rek, serán sólo dos días…

-¿Dos días? Es peligroso. ¡No!, no vayas, por favor…

-Hablé con un pescador de la zona, me aseguró que si sigo el camino de la Lucarna no tendré problemas. Además…

-Además, ¡nada!, sos una maldita orgullosa, ándate y no regreses más.

      Rek da media vuelta y se une a nuestro grupo de viajeras "Solas por el mundo". Recuerdo aún su cabello suelto flotando sobre su espalda, era como si quisiera resistir el deseo de acompañarme. Pero ella fue sensata, recién ahora lo comprendo.

      Paso mi lengua pegajosa sobre los labios y me arrimo a la orilla. Respiramos al unísono, la orilla del mar se retrae y regresa y yo tomo, de ese compás, energía para mi próximo peregrinaje.

 

W

 

      Tercera noche. Busco un arbusto, allá en alto, entre los médanos, para cobijarme. Y nada. Quiero entender qué había querido hacer, por qué no había respetado las reglas de los viajeros. “De los exploradores desérticos”. Y no encuentro ni una respuesta. Más me cuestiono, más me indigno con quienes siguen las normas, con las personas acatadas, con los falsos viajantes que experimentan cínicas aventuras de manual. Quiero tomar el mundo con mis manos. Palpar la realidad, saberme artífice de mi destino y no una arrastrada social, un producto del turismo del capital. Conjeturo tantas cosas, que creo que voy a enloquecer.

      La noche es soñada. Puedo percibir los destellos de luz al borde del mar y sé que ahí hay algo, una salida, un milagro… Pero estoy completamente sola, con hambre y miedo a quedarme dormida. De hecho, no me quiero sentar, por temor a desmayarme de sueño. La estrategia: seguir. Pero, ¿hacia dónde?, ¿para qué? Recuerdo esas películas bobas de Hollywood en las que el personaje principal se pierde en una isla, padece y lo rescatan. Comienzo a acariciar la idea del rescate. Pero no hay nada, ni nadie, aquí. De repente, y a pesar de estar en contacto con la naturaleza, siento que habito en un mundo paralelo. Maya. Una ilusión.

      Mis pupilas se dilatan y mis párpados caen pesados. Entreveo la punta de mi nariz y pestañeo para despabilarme. En mi mente habita una luz amarilla, que recorre cada rincón de mi cerebro, que me atrae hacia atrás. Creo ver una bella flor azulácea que abre sus pétalos de a uno por vez hasta mostrar su centro amarillo, polínico, perfumado. Cierro los ojos con fuerza, para no dormirme, pero ya no puedo abrirlos. Y, al sentir el aire de mar sobre mi cara, me da risa. No sé a quién o a qué le sonrío, pero la flor está ahí y… tan frágil y perfecta. Lo que sigue es una danza, con ella en mí y para ella. Me muevo sobre la arena, sacudiendo mi cabeza y mi pelvis a la vez, hacia arriba y hacia abajo. Abro los brazos atolondrada y bailo con los ojos cerrados hasta que me acerco a la flor. Pero, al intentar rozarla, su tono violáceo me invade llenándome de angustia y dejando una sensación de vacío inexplicable dentro de mi corazón.

      Abro mis ojos. ¿Qué es esto?, ¿cómo llegué aquí?, ¿dónde estoy? Luego me muerdo. Con tanta mala suerte que sangra mi antebrazo y descubro el sabor de la sangre. Dulce. ¡Ah, es deliciosa! Me acuclillo sobre la arena y lloro como una niña, como aquella vez que mamá me dio una patada en el traste por mentir… y dolió, y la maldije, pero luego lloré más de arrepentimiento porque, obviamente, la amaba.

      Beso el hilito de sangre de mi mordida y me acerco al mar para mojarla. Se hincha al tomar contacto con la sal y se llena de burbujas. Pienso que es una buena oportunidad para nadar, ya que apenas hay bruma y hace bastante calor. Me quito la remera, la bermuda y mis sandalias. Meto la ropa en la mochila y la revoleo lo más lejos posible para que la marea no la moje.

      El agua estaba tibia, como no puede ser de otro modo a esta altura geográfica. Ingreso un pie, luego el otro. Dejo que el agua alcance mi cintura y permito que la primera ola me cubra por completo. Lo repito tres veces. Sacudo mi cabeza, levanto la vista y toda galaxia me saluda. Decido flotar. Mi espalda arde. Me paro, deslizo mi antebrazo derecho por mi columna y entre mis dedos quedan restos de algas. “Era eso...” Abro mis piernas en forma de letra ve, invertida, y siento un brusco calambre en el pie derecho y luego, nuevamente, ardor. “¿Qué es todo esto?, mejor salgo”, digo en voz alta. Estoy a unos treinta metros de la costa, lo suficientemente lejos para una noche de ensueño. Nado y, al llegar a la orilla, advierto que todo mi cuerpo tiene manchas rosadas, con formas de estrellas. Comienzo a temblar de miedo. Busco la mochila, tomo el espejo que llevaba adentro y, al mirarme, me desmayo sobre la arena húmeda.

      Eso es lo último que recuerdo de Serenia.

 

W

 

      Despierto en un hospital público. Sobre una camilla anaranjada, en una sala muy precaria. Los enfermeros no saben cómo comunicarse conmigo. Hablan en un dialecto extraño que a mí me suena musical.

      Estoy enchufada a un respirador artificial y recibo medicación y suero por las venas. Quiero abrir la boca, pero no puedo. Tengo los labios llenos de llagas infectadas, moradas, que me impiden hablar. Diviso a dos enfermeros, con sus uniformes celestes, conversando entre sí y haciendo gestos en relación a mí. Las piernas me tiemblan y mis pies sudan frío. Grito, como una fiera afónica de tanto correr por la selva sin hallar su presa. Es un acto reflejo, no quiero llamarlos, simplemente mi cuerpo tiene descargas de todo tipo. Se acerca uno de los enfermeros a colocarme un termómetro y le hace un gesto al otro para que me inyecte. Siento mis dientes que se endurecen como piedras y un cosquilleo al rededor del cráneo hasta que me duermo.

      Despierto de día. La ventana que está al borde de mi cama tiene un lino crudo. El calor es insoportable y las cortinas apenas se mueven.  Estiro una mano sobre mi abdomen, hasta llegar por debajo de mi ombligo y verifico que tengo puesto un orinal. No sé cuántos días llevo aquí…

      Se acerca una médica, me ausculta y le indica algo al enfermero. Quiero hablarle, pero no puedo ni sé cómo comunicarme con ellos. Deseo huir: corriendo, pero mis piernas están inmóviles y dormidas.

      De algún modo, los médicos logran comunicarse con mi madre y ella con Rek, que viene a buscarme. Al llegar al hospital, Rek entrelaza sus dedos con los míos y los apoya sobre mi pecho, que entonces comienza a latir muy fuerte. Cierro los ojos y vuelve a mi mente mi flor azulácea, sus pétalos ahora están negros, resecos y salen volando como chispas por entre las cortinas de la habitación del hospital. En ese instante tengo un infarto.

      Despierto en terapia intensiva y veo a Rek, a mi lado, viste una blusa turquesa traslúcida y tiene los labios pintados de rosa chicle. Mi futuro está arruinado, pero Rek está aquí. Le dirijo una mirada acuosa, mitad nostalgia y mitad disculpas. Me sonríe.

-Podrías estar muerta, Medea, y todo por un sueño.

LP 18/01/16
Ilustración: Rebecca Bradley

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