The Matrix Resurrections

The Matrix Resurrections


por Erica Baum


The Matrix tiene ínsita una matriz: estructura, narrativa y ética.
The Matrix Resurrections acaba de estrenar y consideré que era una opción interesante para volver al cine, luego de dos años de pandemia.
La experiencia inicial fue curiosa. La película estaba anunciada para las 19:45 horas.
En el estado serenísimo en el que me encontraba salí de casa a las 19:38, los semáforos verdes me favorecieron, conseguí estacionamiento a media cuadra del cine, circunstancia extraordinaria por las compras de Reyes, y estuve lista en la boletería a las 19:49.
-Hola, vengo a ver The Matrix, ¿ya empezó?
-Todavía no, necesito que me muestres el pase libre, ¿cuántas entradas querés?
-Una -respondo bastante antipática, mirándola fijamente en razón de que ella y yo sabíamos que brillaba la ausencia a mi lado y por detrás-, estoy sola. El pase lo tengo descargado, ahora te lo muestro -le aviso, mientras hago movimientos con el celular buscándolo y le informo “pago con transferencia”.
-Muy bien, te pido que escanees el código.
-Sí, claro –le digo, mientras paso del archivo del pase a Mercado Pago y cuando estoy a punto de escanear el código de AFIP, único en la ventanilla, la mujer me alcanza un cartón.
Escaneo el código, realizo la transferencia, le muestro que ya aboné y, ¡zas!, se corta la luz.
Nos miramos, otra vez, como buscando una respuesta adecuada y amable; aunque si ahora quisiera recordar su rostro no podría. Le pregunto si la transmitirían igual. Me confirma que tienen un grupo electrógeno, que suba que después me alcanza el ticket, que lógicamente nunca llegó. Le avisa al acomodador que me “libere el paso” para ir a la Sala 3, aunque el “pase libre sanitario”, finalmente, nunca lo exhibí. Lo que sí me queda claro es que mientras manejaba desde casa hasta el cine algo en mi mente me dijo: “tu vía está libre”.
Ingresé en la sala, estaba casi llena de gente. Dudé dónde sentarme por la cuestión del aforo. Entré por la izquierda, di la vuelta por detrás para ver qué posibilidades tenía por la derecha y regresé a la izquierda, desde donde miro mejor siempre. Las luces de la escalera y del cielo raso estaban encendidas. La pantalla estaba en blanco. En la primera fila, llamaba la atención un grupo de personas trans.
Se acercó, por mi lado, un empleado del cine para informarnos que transmitirán la película con el grupo electrógeno y sin aire acondicionado. La gente se puso algo nerviosa e hizo bromas del tipo: “devuélvanos la plata”, “denos entradas para venir otro día, con aire”, “al menos regálenos pochoclos”, “pochoclos y agua” agregó una mujer y de repente comenzó la transmisión -avanzada la película- y vino nuevamente el muchacho para preguntarnos si desde ahí estaba bien y, casi al unísono, le pedimos que la retrocediera hasta el principio y que apagara la luz. Por suerte no hacían 35 grados, lo que hubiera hecho de la experiencia una verdadera “rebelión en el cine”. Bajaron las luces, empezó la película y la gente, aún excitada aplaudió y, como no podía ser de otro modo, el señor que tenía butaca de por medio gritó: “viva Perón, carajo”.
De no creer, ¿verdad?
La película, decía, a mi entender, tiene tres pilares que la estructuran y hacen del producto acabado algo extremadamente complejo y con varios niveles de análisis. La estructura consiste en un programa “modal matrix” en el que todas las situaciones están pautadas y pueden manipularse por medio de la tecnología. Aquí opera el control de coordenadas. La narrativa contiene el cuento sobre si somos libres o estamos atados a un patrón que nos impuso el entorno. Aquí opera el relato como pívot entre la sumisión y la libertad. Y la filosofía práctica debate profundamente sobre quiénes somos, qué hacemos y hacia dónde nos dirigimos. Aquí operan los sentimientos que regulan la realidad y la ficción. Es más, el amor en esta película es mejor visto desde una perspectiva filosófica que desde la narrativa, ya que es la base de la construcción de un mundo mejor y eso no es romántico, es sacrificado y trabajoso.
Neo, el canadiense Keanu Reeves, se encuentra nuevamente atrapado en la matrix. En el mundo real es Thomas Anderson, un exitoso productor de video juegos basado en sueños lúcidos, de esos que se viven como realidad, y sostiene una terapia con un psiquiatra que le receta la famosa pastilla azul para mantenerlo cautivo dentro de la matrix, porque entiende que su paciente perdió la capacidad de distinguir entre la realidad y la ficción. Thomas llega allí siguiendo a déjà vu, el gato negro de su terapeuta.
Fuera de la matrix razonamos sobre los hechos, las evidencias, los datos estadísticos. Dentro de la matrix gobierna nuestra mente, la ficción. Aquí todo es posible, realizable: como volar, atravesar el espejo y otorgar sentimientos a los bots que simulan ser humanos, plantas y animales.
La matrix es acerca del trangenerismo, dice, en una de las primeras escenas, la directora de la empresa de video juegos en la que trabaja Thomas y, en efecto, toda la saga tiene por función romper con la estructura del binarismo: digital, entre ceros o unos; y biológico, entre hombres o mujeres. El mensaje de Lana Wachowski, la directora trans de la película, en este sentido, es explícito.
La versión actual, es entonces una reivindicación de la cultura trans.
En versiones anteriores de la saga el foco de atención estuvo centrado en la pastilla azul -color estigmático masculino- y en la pastilla roja -tono atribuido al poder de lo femenino- haciéndonos creer que con del consumo de la píldora azul activábamos una celda mental que nos mantenía atados a la matriz social, cultural, política y financiera y que con la ingesta de la cápsula roja liberábamos la mente de creencias y patrones de comportamientos programados por el medio ambiente.
En efecto, ambas cápsulas contienen las ideas de control o de transformación. Mientras creíamos que la película versaba sobre la libertad de elegir, sin más, en realidad, el film trata sobre la desgracia existencial de las personas trans, que se encuentran atrapadas entre ajustarse a una sociedad que las contradice o liberarse para transmutar en lo que su psiquis desea.
Es así como la matriz pro choice se repite, en esta versión de la saga, con la paradoja entre libre albedrío y destino, entre caer o volar y entre suicidarse o resurgir. Y ello aumenta la perplejidad de los personajes y de la audiencia, al ignorar si deseamos algo realmente o si el entorno nos programó para desearlo.
La matriz contiene la falsa creencia de que un mundo sin guerra es posible, lo que sostiene la esperanza del rebaño, y la creencia limitante consistente en implantar en la sociedad el anhelo de lo que no tenemos y el temor de perder lo que hacemos. La matrix funciona con el binarismo de control afectivo: anhelar como ilusión de un futuro mejor y temer como amenaza de un presente basado en la desesperación. Desde ese lugar, la directora del film deja bien en claro que la elección es una ilusión, ya que siempre sabemos qué debemos hacer.
Independientemente de los efectos deslumbrantes, las escenas fantasiosas que recrean seres atajando balas, inmunes a la guerra, con poderes sobre naturales, que estimo deben funcionar bien en la mente adicta a la violencia de gamers, la película no aporta un relato interesante, es una repetición de la explicación de lo que es una matrix, con personajes que operan como marionetas en función de ello.
La matrix no conmueve. Ni siquiera, resurgida.
 
The Matrix Resurrections dirigida por Lana Wachowsky
Poster de la película con imagen de la actriz india Priyanka Chopra

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