MAÑQUE

Mañque

Por Erica Baum

Mañque llega al Potrero, descalzo, con mugre entre los dedos de los pies, que se estremecen al sentir el frío de las rocas, que resisten el flujo del agua helada porque el río estaba alto y la corriente era intensa.
Cierra los ojos. Recuerda el rancho en el que vivió con Ñuke. No tenían piso, ni luz, ni agua caliente. Tenían un tanque gris que ella había pintado a mano con tres dedos, porque así había querido la naturaleza que naciera.
El agua del río, ahora, está más fría que entonces. Le corta la circulación en los tobillos. Es un corte seco como cuando cortaba los ravioles con ella los domingos a la mañana, con la mesada empolvada de harina, con el cuchillo que les había dejado Laku.
Da dos pasos dentro del río y se sumerge. Ahora sí, aunque hay gente a su alrededor, sabe que nadie lo conoce. Intenta ir contra la corriente pero un desagüe de la montaña se desprende con furia y lo arrastra varios metros contra la orilla opuesta, en la que se escuchan zorros aullar porque, claro, el cóndor apesta, su carne podrida llena de gusanos destila a muerte reciente.
Mira a los zorros y regresa a su orilla.

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