The girl in the snow
The girl in the snow
por Erica Baum
Mamá me dice: “Rebeca, no salgas
hoy” y desobedezco. Entonces, busco un sweater de lana que se olvidó Mara
cuando nos visitó en el invierno pasado. Como mi prima ya cumplió doce y le
comenzaron a crecer las tetas, cada vez que viene a casa me deja la ropa que ya
no le queda. Por supuesto, que nosotros no necesitamos de su caridad; pero mamá
es tan amable que jamás rechazaría las bolsas de ropa que la tía Alberta nos
deja, con las remeras, polleras y shorts de Mara.
Voy al baño chiquito que está
debajo de la escalera y sobre mi camiseta térmica me calzo la polera rayada de
Mara y encima el gamulán que papá me compró para la nieve. Me miro en el espejo
oval y cepillo mi pelo rojizo varias veces. Dudo un instante: ¿pollera o pantalón? A mí me encanta andar en
pollera, no soporto el pantalón. Entonces, sobre mis medias de lana sujeto la
pollera de corderoy celeste. Gamulán
blanco con polera rayada y pollera celeste… no combinan. Nada me queda bien,
como a Mara, que es tan alta y se puede poner cualquier color que siempre
parece una estrella. El gato se mete en el baño y da vuelta entre mis pies,
entonces, sobre las medias de lana me pongo unos soquetes sucios y arriba los
borceguíes negros.
- ¡Listo!
Voy a buscar castañas, Yaya.
Yaya, que está ordenando la
casa, no me responde. El parque está cubierto de nieve, la copa de los árboles
está nevada. Las amapolas se marchitaron y los pocos animales que resisten el
frío se refugian en cuevas subterráneas. Lo sé porque me lo contó el tío Jano. Toda
la cuadra está cubierta de nieve. En la esquina, los empleados de la
municipalidad acumulan una gran tonelada de hielo que depositan ahí cuando
aplanan la calle para que puedan circular los vehículos. Empiezo a sentir la
nariz helada y me doy calor soplando entre mis manos, pero parece que la
humedad de mi boca moja mis guantes y ahora, además, moqueo. No traje pañuelos,
así que me limpio el agua que gotea mi nariz con el puño del gamulán y observo
la mancha. Papá me mata…
Llego a la esquina de nuestra
cuadra y veo, a la derecha, que la bicicleta de Juliana está semienterrada. Cuando se la pedí prestada, me sacó la
lengua y se fue con sus primas. Me acerco y veo los stikers de Sarah Key
pegados sobre el turquesa oxidado. ¡Es la
de Juliana! La dejó afuera… Mamá me dice que debo ser buena, incluso con la
gente mala, que en la vida todo vuelve y que mejor que lo que vuelvan sean
sonrisas. Pero Juliana es mala conmigo y yo no me banco que en invierno me
invite a su casa a jugar y en verano, cuando llegan Sofía y Helena, sus primas
mellizas, me haga a un lado. ¡La odio! Con
el talón comienzo a juntar nieve hasta formar una pequeña montañita y con las
manos tapo el volante. Me dan ganas de arrancarle la canasta. Tironeo. Pero es
imposible, está muy atada. Enseguida entro en calor y como un castor junto
suficiente nieve como para cubrir la bici por completo. Caigo exhausta sobre la
calle y miro el cielo. Veni a sacarme la
lengua ahora… Empiezo a rodar sobre la nieve. Me desplomo sobre una torre
de ramas llenas de moho que se desarma con el peso de mi cuerpo. Escucho un
rugido afónico que se repite y amplifica. Siento que mis hombros ceden hacia
abajo. Levanto la vista y doy justo con su mirada: tiene más luz que el sol, es
tan dulce como la miel y esconde más secretos que el silencio. Me hipnotiza. Apoyo
una mano sobre una de las ramas para levantarme y me resbalo, están llenas de
verdín. Caigo sentada. Se acerca con fiereza abriendo su boca, mostrando sus
dientes filosos. Me aterra. Esta es la
venganza de Juliana… Lo miro y me devuelve un rugido espeluznante. Entre él
y yo hay pocos metros. Siento que se me aflojan los dientes y aunque abro la
boca no logro decir ni mu. Mamita, te
pido perdón por ser tan desobediente. Si salgo viva de esta, prometo ser
siempre buena.
- Mamita,
¿dónde estás? –se me escapa y comienzo a llorar.
No puedo contener el ruido de la
nariz absorbiendo aire y mocos. De mi boca sale humo. Le doy la espalda e
intento levantarme nuevamente, en vano, me agarra del gamulán, tironea de la
capucha y siento su aliento en mi nuca. Se me eriza la piel y lanzo un grito
que retumba en la inmensidad de la nieve. Desabrocho el gamulán y lo dejo caer
por debajo de mis hombros. Entonces, tomo impulso para correr por la calle
empinada. Estoy cerca de casa, pero él es más veloz. La veo a Yaya en la
esquina, con su delantal y las manos en la cintura. Imagino que debe estar
amargadísima porque me escapé. Avanzo tres metros, hasta la altura del
montículo que oculta la bici de Juliana y me escondo detrás como si fuera una
trinchera. Asomo mi cara por encima de la montaña y no lo veo más. Pero mi
gamulán está ahí… a mitad de camino. Me reclino y lanzo un suspiro. Yaya ahora
se fue. ¿La vi o me la imaginé? Estoy
a media cuadra de mi casa. Siento el olor a pis y la humedad pútrida que se
incrusta en mis medias y en mi pollera celeste. Me da vergüenza regresar a casa
así. Mara le hubiera tirado una piedra,
seguro que no se asustaba.
Llego a la esquina de casa y veo
a papá que baja de su camioneta con una linterna y un rifle de caza. Le grito y
no me escucha. Él ingresa por el garaje donde dejamos las botas y la ropa de
sky y yo voy directo a mi cuarto, me desnudo y me envuelvo en mi manta de osos.
Entonces, entro al baño y abro la canilla para llenar la bañera con la espuma
de frambuesas que me regaló Juliana para mi cumpleaños. Giro la tapa, echo una
buena cantidad y, cuando la cierro, lo veo al lobo estampado en el envase: sus
ojos me hipnotizan, tan dulces como la miel, tan luminosos como el sol, capaces
de guardar cualquier secreto.
Ilustración: "Girl and Wolf", Medlih
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