Galicia

Galicia

por Erica Baum

      –Me mira dura, impávida… Sus ojos están extremadamente abiertos. Casi no pestañea. Hay algo en ella que me distancia, a pesar de que deseo ayudarla. Parece que ya nada le importa. ¿Cuándo algo le habrá importado? Le juro, doctor, que amo a Galicia.
      –Entiendo.
      –Hasta le propuse que deje esa pensión piojosa en la que vive con sus primas y se venga a vivir a casa. Lo pensé, sería un mundo nuevo y despampanante para ella. No crea doctor que no pensé que Galicia se sentiría rara entre tanto lujo y confort. Queda mal que yo lo diga, Doc., pero… es la purísima realidad.
      –Ajá…
      –Sí, es que yo quiero verla bien, quiero que ella se sienta acompañada y olvide ese pasado espantoso, pero ella es una testaruda, tan provinciana…
      –Por hoy es suficiente. La semana que viene tengo un congreso en Mendoza sobre El temor neurótico en el acto sexual. La espero en dos semanas.
      ¾¡Qué interesante, Doc! Cuando regrese quiero que me cuente cómo le fue, digo, si es posible.
       –No es posible. En terapia, no hablamos de mí, hablamos de usted. Lo siento.
      –Bueno, aquí tiene, quinientos, cuéntelos por favor.
      –Gracias. Adiós.
      –Adiós.
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      Este viejo me tiene harta. Que dé por concluido el tratamiento, que tanto congreso ni que ocho cuartos. Un tipo así, que no opina ni comparte nada muy poco puede ayudarme. Finito.
      –¡Taxi!
      –Buen día señora, ¿hasta dónde la llevo?
      –Buen día, pero “señora” está demás.                                                                                
      –Disculpe, señorita, ¿hacia dónde se dirige?
      –Ojalá supiera hacia dónde me dirijo. Acaso, ¿Usted tiene tan claro en la vida “hacia dónde se dirige”?
      –Lo siento, dígame por favor a dónde vamos.
      –¿A dónde vamos? Pero, ¿usted está bien, le sucede algo…? Usted y yo no vamos a ninguna parte, maleducado.
      –Señorita, esto es un despropósito. Si no quiere ir a ningún lado, ¡bájese!
      –Ah, bueno… ¿no me quiere llevar?
      –Sí, la quiero llevar. Es mi trabajo: llevar y traer, dígame a dónde, ¡por favor!
      –Necesito ir hasta Villa Elisa.
      De acuerdo, ¿le parece bien que tomemos por el camino Centenario?
      –Usted es el experto en sentidos y direcciones. Yo estoy perdida, así que cuando lleguemos a la calle Arana, me avisa y le indico cómo acceder. Queda entre ambos caminos, así que da igual.
      El chofer subió el volumen de la radio, levantó las ventanas automáticas, encendió las luces cortas, se ajustó los anteojos de sol y se encaminó.
      Celia no paraba de moverse. Miraba por la ventana, hacía ruido buscando cosas en el interior de su cartera, abría un papel, lo doblaba, lo rompía en cuatro, luego sacaba un espejito, de esos que tienen aumento, y sosteniéndolo con su mano izquierda a unos veinte centímetros de su cara hacía gestos de negación con la cabeza, lo cerraba, lo guardaba en el neceser, se armaba los rulos con la palma de la mano, ahora se desplazaba hacia el otro asiento trasero, el del lado del conductor, acomodaba su cartera a su derecha, estiraba sus rodillas introduciendo los pies por debajo del hueco del sillón delantero, plegaba nuevamente sus piernas y miraba: ahora por la otra ventanilla.
      –Estamos cerca.
      –Sí, dígame por dónde tomo.
      –Me refiero a que Usted y yo ahora estamos cerca.
      –Perdón, no la entiendo señorita, yo vivo en Altos de San Lorenzo, ¿por qué calle quiere que tome?
      –Ah, no, todavía falta. Le aviso.
      El chofer sacudió su cabeza de derecha a izquierda y aceleró. Estaban a la altura de la estación de trenes de Gonnet.
      Celia pensó en Galicia, en lo triste que era su vida. Repentinamente, recordó el día que la conoció en Santiago. Andaba descalza, con la piel curtida por el sol, sus ojos negros relucían sobre su sonrisa y su cabello, negro y poroso, acariciaba su cintura.
      –Hola -se acercó y tocó, sin pedir permiso, el collar que, luego supo, Galicia había hecho con sus propias manos. Es muy bonito -añadió sin sacarle la vista de los ojos. Galicia unió sus manos en el centro de su pecho y, presionando ambas en un gesto de gratitud, le devolvió el saludo con una amplia sonrisa.
      -Bienvenida a mi tierra, soy Gali… -dijo la niña.
      En ese entonces Galicia tendría unos quince años y Celia tan sólo diecinueve. Era uno de sus primeros viajes exploratorios por el norte argentino, junto con dos amigas: Esther y Mariela.
     Hola Gali, ¡qué lindo nombre tenés! Nunca lo había escuchado antes…
      Galicia.
      –Ah… -suspiró mientras recorrió el borde de sus labios con la punta de su lengua para luego morderlos en un gesto de intriga- Galicia… Soy Celia, de La Plata, una ciudad muy importante de la provincia de Buenos Aires, ¿escuchaste hablar de Buenos Aires?
      –No.
      –¿Conoces otro lugar, además del Impenetrable?
      –No.
     A mí me gusta viajar, estoy estudiando antropología en la Universidad Nacional de La Plata, ¡es una de las mejores del país! –dijo retorciéndose un bucle con su dedo anular derecho.
      –
      Seguro que te encantará venir a visitarme un día, te voy a anotar mi dirección.
      Celia abrió su cartera, extrajo un anotador de hojas blancas y apuntó su nombre, apellido, teléfono y dirección. Dio vuelta el papel, lo plegó, replegó y escribió sobre uno de sus lados: “para Gali” y sobre el otro: “de Cel con cariño”. ¿Sabrá leer? se preguntó y, dando media vuelta, siguió por un camino húmedo de guayacanes, palos santos y cactus.
      A las dos semanas tenía a Galicia, junto con una parentela de mujeres de su familia: tres primas, dos hermanas y una tía esperándola en la estación de Retiro de Buenos Aires para ir a La Plata. ¡Menudo problema humanitario había enganchado! Tenía que ayudarlas a conseguir un hogar, trabajo, alimentos y ropa. No conocían el invierno ni las temperaturas por debajo de los quince grados centígrados. Llena de energía emprendió la tarea y esa misma tarde logró que Galicia y su comarca se hospedaran en la pensión de un amigo de su padre ubicada sobre la avenida sesenta y seis entre las calles dos y tres. Una típica casa de estilo “chorizo”, con galería hacia el lateral este y dependencias de servicio: enorme cocina con calcáreos negros y un baño, con bañera con pie, al fondo. A cambio de vivir allí, sin poner ni un centavo, Galicia y su familia tendrían que ocuparse de mantener el lugar limpio, hacer compras y preparar la comida para los pensionados. Las siete dormirían juntas en una de las nueve habitaciones de la pensión.
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      –Estamos en el semáforo listos para girar sobre Arana, señora, quiere indicarme.
      –Sí, disculpe.
      Avanzaron por la calle principal hasta donde estaba el cartel que indicaba “reducción de velocidad”, tomaron una diagonal de tierra en sentido a Buenos Aires, doblaron a la derecha, siguieron tres diez cuadras y giraron media cuadra hacia la izquierda.
      –Son noventa pesos, señora.
      Celia abrió su bolso, sacó una billetera de chinchilla gris, le entregó al taxista un billete de cien.
      –Tome, quédese con el vuelto.
      La casa de Celia era un verdadero vergel de estilo colonial, pintada de color rosa, con un porche al frente y tres galerías, dos adelante y una longitudinal hacia el contra frente. Grandes maseteros de barro esmaltado, con plantas de todo tipo y color, enmarcaban la enorme puerta de acceso de cedro y coloridas hamacas paraguayas, atadas de las columnas de la galería con vista al parque, daban la sensación de un paraíso terrenal. Celia vivía sola ahí desde los dieciocho años. Su madre había fallecido durante su parto y su padre, también murió, luego de luchar con un cáncer de hígado durante seis meses. Tuvo que sobrevivir sin su ayuda, con el sufrimiento de las ausencias.
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      Al traspasar el hall de entrada de su casa, Celia sintió un ruido que provenía de la cocina.
      –¿Gali?, ¿sos vos, estás aquí?
      Apoyó su cartera sobre un sillón de rattan y nuevamente dijo en voz alta: “hola” extendiendo la “a” como quisiera envolver el ambiente con su voz. El sonido se repitió y el silencio también. Sabía perfectamente convivir con la soledad, no le temía a nada. Pero se quedó quieta. Quizás sea Horacio, el jardinero. Se relajó. Fue hasta la cocina y la encontró de espaldas.
      Galicia cocinaba, mirando por la ventana que daba hacia el fondo de la casa, en su mundo. Su silueta era esbelta, tenía recogido el cabello con un rodete que dejaba ver su cuello largo. Sobre su cintura, se anudaban las tiras de un delantal celeste con estampas de tomates que Celia había traído de España. Galicia estaba descalza, sus piernas delgadas caían levemente abiertas. Celia se derritió al verla tan concentrada. Es toda mía, pensó.
      Celia se descalzó, se quitó la campera de hilo de seda gris que llevaba puesta, se acercó hasta Galicia, y besándola en su hombro le dijo:
     –¡Buenas tardes, Gali! ¿Qué preparas?
      Galicia, que ahora tenía unos veinte años, la miró por debajo de sus pestañas espesas, inclinando levemente su mentón sobre el hombro y le respondió:
      –Chanfania –dijo con la cuchara de madera en alto.
      –Chan-fa-nia -repitió Celia, tomando la cuchara y apoyándola sobre la mesada de madera de algarroba barnizada. ¿Sabes qué, Gali?, –continuó-, creo que es muy temprano para cenar. Aún es de día, mirá –le dijo, apuntando con su mano hacia el jardín.
      Galicia se quedó quieta, callada. Celia sentía que no podía intercambiar un diálogo con ella; un abismo que la angustiaba, pero que también la obstinaba a modificar esa situación.
      –Tomemos algo fresco, afuera.
      Sin mediar palabra, Galicia buscó una fuente grande. Colocó una servilleta de tela sobre ella y encima una jarra de vidrio en la que agregó agua, hielo y dos rodajas de limón.
      Celia observó cada movimiento de Galicia, sintiéndose extasiada de haber conocido a esa exótica y silenciosa mujer. Es mía, es mía, es mi nido, mi amor.
      Se sentaron bajo un ciprés, ambas descalzas con los pies extendidos, sobre un mantel de lunares verdes y fondo lila. La bandeja quedó apoyada sobre una mesita de jardín. Era, sin dudas, una tarde apacible. Era de esperar que cayera la noche suavemente. Celia se inclinó sobre su lado izquierdo y susurró en el oído de Galicia:
      –La vida ha sido muy generosa con nosotras, mira éste paisaje –se refería al monte de sauces, al trinar de pájaros y chicharras, y a las mariposas que revoloteaban entre las flores. Gali, quédate a vivir conmigo –le suplicó.
      Galicia cerró los ojos y alcanzó con unos de sus pies los tobillos de Celia. La acarició de ese modo, sin agregar ni una palabra, y giró su rostro en dirección al monte y de espaldas al cuerpo de su amiga. Su cabello negro se deslizaba dejando al descubierto su hombro. Celia pasó su mano por debajo del vestido de Galicia, acarició su contorno y luego la estrechó sobre sí. El cuerpo de Celia temblaba, sus manos estaban húmedas y Galicia se contoneaba como una serpiente a punto de lanzar su lengua sobre su presa. Celia comenzó a gemir sobre el cuello de Galicia, recorrió el rostro de ella con su bucle rojizo y finalmente la besó. Se besaron. Celia sintió a Galicia encima de suyo observándola con sus pupilas inmensas. A medida que su deseo aumentaba, también crecían sus fantasías de retenerla. Temblando extasiada, Celia, intentó ocultar sus lágrimas: era un hecho, la amaba; era otro hecho, la iba a perder. Galicia se hizo un ovillo a su lado, se envolvieron con la tela del mantel y contemplaron el cielo hasta que comenzó a oscurecer.
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      Luego de cenar, Celia llevó a Galicia hasta la estación de trenes de Villa Elisa. Era aún temprano. La estación era un sitio horrible para Celia, pero Galicia no aceptaba quedarse en su casa. Y Celia no sabía conducir, así que de ese modo debía regresar Galicia a la pensión, antes de las 23:30 horas.
      Al llegar a su casa, Celia abrió las ventanas de su habitación. Ordenó un cajón con pañuelos de seda. Eligió uno, color salmón, con ideogramas chinos en tono violáceo, lo puso entre sus manos y su rostro y, como abrazando a un bebé, se durmió.
      Pasó una semana sin que Celia supiera nada de Galicia. Estaba acostumbrada a su silencio pero no a su distancia. La deseaba y conjeturaba planes que nunca se concretarían. Decidió ir a la pensión, luego de pasar por la peluquería para darle forma a sus rulos y teñirse las canas. Al desocuparse, a las siete de la tarde, caminó hasta llegar a la “piojera”.
      En la puerta de la pensión estaba Carlos, un viejo mugriento, según Celia, que siempre usaba los mismos mocasines negros y que se las arreglaba para dejar a la vista alguna parte vellosa de su cuerpo: su ombligo o la línea del traste.
      –Hola Carlos, buenas tardes.
      –Hola.
      –¿Le gusta mi peinado nuevo? –Celia siempre buscaba aprobación.
      –Parece una peluca de carnaval –respondió Carlos.
      –Muy gracioso. Bue… si total no me arreglo para usted, no sé para qué le pregunto.
      –Para molestarme, ¿no ve que estoy ocupado?
      –¿Ocupado?, ¿haciendo qué?
      –Mirando bellas damas que pasan por la avenida. Ahora, si se corre de mi panorámica me hace un favor –añadió Carlos, haciendo un gesto con su mano para que Celia liberara la visión que tenía desde la puerta del zaguán.
      Viejo mugriento. ¡Qué sabrá de belleza! Celia entró a la pensión, frunciendo la nariz para no sentir el hedor de tantos cuerpos, de tantos años de paredes sin pintar, de cocina que chorreaba grasa y del calor que emanaban los cuartos que indefectiblemente daban sobre el patio central.
      Al llegar a la habitación de Galicia, golpeó con suavidad la puerta y esperó a que le abrieran. Repitió la operación y, esta vez, con tono elevado y fingiendo simpatía dijo:
      –¿Hola, hay alguien aquí?
      Sintió una mano pesada sobre su espalda. Era Clara, la administradora de la pensión.
      –Hola…
      –Soy Celia, ¿me recuerda, señora?
      –Bueno de jeta, no más.
      –¿Perdón?
      –No se haga la fina, que sabemos bien lo suyo. Es imposible que me olvide una cara cuando conozco su “historia”.
      –Mire, señora….
      –Clara, querida, ¿soy Clara?, ¿eh?
      –Mire, Clara, no me interesa conversar con usted ni tampoco saber qué sabe sobre mí. Soy una mujer hecha y derecha.
      –Bueno, eso de derecha, está por verse.
      –¡No le permito, Clara!
      –No sea ridícula, aquí nadie me dice qué tengo que decir o hacer.
      –Mire, Clara, lo que le quiero decir es que estoy aquí porque busco a Galicia.
      –Ah! Bueno… Hubiera empezado por ahí.
      –Pero, ¡si no me dejó!
      –Busca a la mosquita muerta…, más vale esa y su familia de anguilas se hubieran quedado en la selva, digo…, porque para hacer las cagadas que vinieron a hacer acá…
      –No sé de qué me habla, ¿está Galicia aquí?
      –Si busca a esa tilinga, mejor vaya a la comisería, a la novena.
      –Co-mi-sa-ría –repitió Celia corrigiendo a la mujer.
      –Vamos, raje de acá… -dijo Clara, elevando la frente y el mentón en dirección a la calle.
      Celia comenzó a temblar de los nervios, se rascaba la cabeza y no lograba distinguir si sería por la tintura o si ya le habría saltado un piojo. Mientras hablaba con Clara, contenía la necesidad de mirarse en el espejo que tenía en su cartera. Estoy fatal, no lo puedo creer, encima esta vieja me llena de piojos. ¡Qué hago acá!
      –Debe haber un error, Clara –insistió Celia, con tono estridente mientras metía dos dedos por detrás de su melena y friccionaba con fuerza.
      –No. Y váyase también usted de aquí, o llamo al Comisario. Ya sabe… somos amigos, me protege. Una no se puede fiar de quién mete aquí adentro.
      Celia dudo entre ir o no a la Comisaría, pero extrañaba tanto a Galicia y estaba tan empecinada en encontrarla que finalmente se acercó hasta las inmediaciones de la dependencia policial.
      –Buenas noches, señora, ¿en qué la podemos ayudar? –dijo el jefe de la guardia detrás del mostrador de madera apolillada que había en la recepción de la comisaría.
      –Estoy buscando a una persona y me han dicho que pregunte aquí, sólo necesito salir de dudas –Celia decía esto y a la vez pensaba qué idiota soy, aquí no me van a sacar de dudas de ningún tipo, pierdo tiempo.
      –Dígame, señora….
      Celia salió de la comisaría helada. Galicia había sido detenida en el marco de un operativo por tenencia y tráfico de estupefacientes. Se encontraba en la prisión de Ezeiza. A las mujeres que las acompañaban, las habían liberado por “falta de mérito” y, según los dichos del policía, se habrían tomado un colectivo con destino a Santiago del Estero desde Retiro. Todo eso habría sucedido el jueves anterior por la noche. Es decir a los cuatro días de haberla dejado en la estación de Villa Elisa. ¡Cretina!, ¡sin vergüenza! ingrata… si la podría haber ayudado... Pero, no. Ella tan mudita, tan provinciana y orgullosa.
      Al llegar a su casa, Celia, buscó el delantal que usaba Galicia, el mantel con el que se cubrieron y el pañuelo de seda. Metió todo en una bolsa de nylon, escribió unas palabras sobre una hoja blanca, la pego encima del paquete y, al día siguiente, lo despachó desde el correo de Villa Elisa. En el sobre decía: Para: Galicia. Abajo: Ahora sí, sos libre… Celia Inchausti Aragón.
      Y de ese modo, Celia, dio por finalizado su tratamiento con el psiquiatra, sus viajes y su vida sentimental.


LP17/02/2015

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