El Mar de Costa Rica

El Mar de Costa Rica

por Miss Baum



A través de los vidrios del enorme ventanal de mi cuarto, ubicado en la planta alta de nuestra casa situada a seis cuadras del mar, observé desde mi cama una capa de neblina espesa que cubría las copas de los de pinos. Bajé de la cama. Abrí la ventana y dejé que mi rostro se humedeciera con el aire fresco.

-Gisela, se te enfría el café, ¡apúrate! -dijo mi madre.

Pateé una zapatilla, que fue a parar al hueco que había entre la biblioteca y la mesa de luz; levanté del piso un jean roto que había colgado del picaporte de la puerta del baño; metí una mano en el fondo de las sábanas y saqué una bombacha pegoteada que apoyé sobre los libros de historia. Luego, miré los apuntes de química que permanecían desparramados al lado de mi almohada y grité:

-¡Ya voy, mamá!

De pie, entre la ventana y mi cama, con una mano sostuve la novela, que estaba apoyada en la mesa de luz y releí aquellas líneas que anoche me habían transportado al éxtasis: “Yo estaba allí tumbado en silencio, mirando entre las pestañas en una dulce agonía producida por la excitación.” Con la otra mano presioné con mis dedos debajo del camisón y, nuevamente, sentí el impulso de seguir hasta el fin.

-Tengo que repasar para el examen, ¡hoy no voy a desayunar! -atiné a decirle, y ya no pude controlar el deseo. Cerré con llave la puerta de mi cuarto y comencé a sentir cómo la humedad del mar penetraba mi piel; lamí mis dedos, volví a introducirlos y me desmayé de placer sobre mi cama.

Voy a desaprobar, otra vez….

*****

-Dejá, Ernesto, ya no hay tiempo, hablaremos con ella esta tarde -escuché que mamá le decía a papá mientras entraba en la cocina.

-Perdón, ¿tienen algo que contarme? -fingí curiosidad con cara de piedra.

-Sí, pero tengo gente citada en el puerto a las nueve y tu madre llega tarde al hospital -señaló papá-. Luego hablamos. Quiero que estés en casa antes de las siete, ¿me escuchaste bien?

Sí -fue todo lo que dije, con la vista puesta en el piso.

Papá había ganado la licitación para llevar a cabo las obras hidráulicas que modernizarían el puerto del municipio de Mar del Plata, incluyendo la limpieza de los arroyos El Cordalito y La Tapera. Las otras construcciones de General Pueyrredón, que abarcaban Las Chacras y Corrientes, las ejecutarían sus socios. Él apenas disponía de tiempo para mí, siempre tenía asuntos importantes que tratar y los encuentros en casa parecían una puesta en escena. Me sentía cada vez más ridícula en esta familia. No podía creer que mamá lo apoyara en todo, había algo que yo aún no terminaba de captar, pero estaba segura de que ella tampoco.

*****

Cuando el auto de papá se detuvo en la puerta de Northern Hills, bajé a toda prisa y los saludé desde afuera con una sonrisa falsa, sacudiendo la mano. Está decidido, no voy a entrar.

Mientras el auto se hacía humo, caminé en sentido contrario y, al doblar la esquina, me senté en el cordón de la vereda con las manos sobre mis mejillas y los codos apoyados en las piernas. Mi día había llegado a la cima de la colina, y no justamente la del colegio. Sentí un tirón de pelo y en medio segundo salté girando hacia atrás y grité:

-¡Desgraciado, eras vos!, ¿qué haces acá?

Fermín se sonrió de este a oeste y con sus ojos negros me hechizó.

-¿Qué haces vos, acá? Es tarde, tenemos examen. ¿Entramos? -dijo.

-Ni pienso -contesté; y observé que Fermín estaba más alto. Yo seguía sentada en el borde de la acera y mi mirada se detuvo en el centro de su pantalón. Estoy obsesionada.

-Pero no nos podemos quedar acá, Gi, ¡vamos!

Caminamos cinco cuadras en dirección a la costa y luego otras siete hacia el sur en sentido al parque Peralta Ramos. De a poco ingresábamos en otra dimensión: en primavera las magnolias desprenden su aroma y adornan el bosque, entre araucarias, pinos y nogales. Fermín llevaba el paso lento y yo lo guiaba dos pies adelante.

-Vamos a sentarnos ahí -me dijo, señalando un tronco de pino caído.

-Gracias, acá está bien, ya no puedo caminar más, tengo sueño -le respondí.

Fermín me abrazó, como siempre lo hacía, pero esta vez sentí que escurría sus dedos largos y delicados por debajo del cuello de mi camisa. Mi piel se erizó de placer. Lo miré a los ojos y lo alejé con suavidad hacia atrás, pero fue en vano. Sentados de frente con las piernas abiertas a cada lado del tronco, Fermín me subió encima de él y yo sentí cómo crecía. A medio centímetro de su nariz recordé a las chicas de Drácula y al ver que Fermín entrecerró sus ojos, lo besé. Fue la primera vez que nos besamos.

Mi boca estaba húmeda, con la lengua recorrí sus labios y los mordisqueé. Fermín corrió mi cabello enrulado hacia un lado y acarició mi cuello con la punta de su nariz. Comenzamos a balancearnos al mismo ritmo, enredados de piernas y brazos, hasta que rodamos y caímos sobre el pasto. Fermín me sostuvo las muñecas de ambas manos contra la tierra y me miró.

-Quiero recordarte así -me dijo y besó tres veces mi boca. Dimos una vuelta sobre las hojas y quedé encima de él nuevamente.

-Quiero sentir tu piel -le dije y mis manos se dirigieron hacia su pantalón. Sin desabrocharse Fermín bajó el cierre y, haciendo círculos continuos con mis dedos, lo acaricié.

-Bésame ahí… -me dijo él.

Me sentí perturbada, no sabía nada al respecto. Mi única experiencia habían sido las novelas.

-¡No! -le dije.

Tomé su mano y la deslicé hasta el inicio de mi pubis. Sentí los dedos de Fermín transpirados. Acarició mi bello. Lo miré y lamí su boca, extasiada. Luego, recorrió mis pliegues con la ayuda de su otra mano y percibí que toda la sangre de mi cuerpo se concentraba entre mis piernas. Solté su muñeca. Esto es el parque de diversiones. A través de mis pestañas registré la cara de Fermín entre un cielo de ramas. Cerré los ojos y nos masturbamos hasta que mis manos quedaron pegoteadas.

-Siento los labios secos y necesito tomar agua -fue todo lo que dije y, mirándonos, nos quedamos dormidos, tomados de las manos.

*****

Al regresar a casa, encontré a papá en la cocina, se preparaba un café. Por el ruido de la ducha pensé que mamá había terminado de atender el consultorio antes y estaba bañándose, pero no fue así.

Con una camisa celeste que dejaba entrever la piel cubierta por pecas, el cabello rojizo mojado, jeans claritos y descalzo, se aproximó un chico de unos veinte años.

-Ella es mi hija, Gisela, ustedes se conocen de chicos… le dijo papá.

Y, dirigiéndose a mí, agregó:

-Él es Leonardo Robledo, el hijo de mi amigo Luis. Leo se quedará en casa hasta el sábado a la mañana.

Luis y papá se conocían desde la infancia. Fueron vecinos y compañeros de la escuela primaria. Luego, la familia de Luis se exilió del país y siguieron en contacto. Aunque Leo había estado en Mar del Plata en otras ocasiones, era la primera vez que se quedaba en casa. Miré a Leo y recordé. Hubo un verano en el que junto con sus dos hermanas y sus padres nos encontrábamos con Leo todos los días en la playa. Él tendría unos doce años y yo siete, recién cumplidos; nací un 18 de enero. Lo corría por la orilla del mar con un balde en la mano y lo obligaba a buscar almejas en la arena. Él las abría, me mostraba el bicho que había adentro y yo gritaba. Entonces, me iba llorando hasta la sombrilla dónde estaba mamá y me escondía detrás de su reposera hasta que Leo venía a buscarme. “Si gritas tan fuerte mis pecas se van a dar vuelta del susto...”, me decía y volvíamos a jugar. Pero Leo ahora no era ese niño…

-Hola, Leo -lo saludé con la boca llena de pan crocante.

¾¿Qué tal, eh? -sonrió Leo con amabilidad y con su mano izquierda me hizo un gesto sobre su cabeza. Entendí. Con disimulo palpé mi cabello y advertí que, efectivamente, quedaban rastros del bosque. Sentí bronca y me dirigí al cuarto con la sensación de estar invadida en mi propio hogar.

Me sentía nerviosa, tamborileaba con los dedos sobre mis piernas, caminaba de un lado a otro de la habitación. Papá habrá terminado su café, supuse. Voy a bajar a hablar con él, pensé. Pero, por el ruido de las llaves en la puerta principal, advertí que se había ido de casa nuevamente. ¿Cómo se le ocurre dejarme con éste tipo acá?

Quise dormir un rato, no pude. Quise ordenar mi cuarto, imposible. Quise relajarme y disfrutar del recuerdo de la mañana en el bosque junto a Fermín, un fracaso. Sentía el fantasma de Leo caminando por la casa, era como jugar a las escondidas con una nube gris a punto de estallar.

¡Lo odio! Ojalá nunca lo hubiera conocido… Para airearme, decidí darme un baño y salir a correr.

*****

-¿A dónde vas, vestida así? -me interceptó Leo en el jardín del frente de casa.

-Voy a correr, a la playa, en una hora regreso.

-¡Te acompaño!

-No, gracias.

-Sí, voy con vos.

-Te dije que gracias, pero no necesito compañía.

Comencé a sentirme agresiva, no lo soportaba. Leo merodeaba por mi casa, señalaba mis manchas y encima, quería escoltarme

-Bueno, está bien -cedí débil. Pero no me hables mientras corro, necesito concentrarme.

-Ni una palabra, te lo prometo.

Caminamos hasta la playa sin decir una palabra. Yo vestía  unas calzas deportivas, grises, con un borde amarillo fluorescente arriba de las rodillas, zapatillas con cámara, acordonadas de color turquesa, una musculosa floja, vieja, con un murciélago estampado atrás y el pelo recogido en una cola alta.

Eran las seis de la tarde. Aún había sol y claridad. Leo se sentó delante de un médano, frente al mar, arremangó su pantalón, se descalzó y cruzó sus las piernas, extendiendo los brazos hacia atrás en tono de contemplación.

-Voy a meditar, te espero acá -me dijo.

-Correr fue un verdadero oasis, logré que mi enojo se desvaneciera.

Al regresar casi muero de un infarto. Leo no estaba donde lo había dejado, ni vi huellas de sus pies sobre la arena. Miré hacia ambos lados, ¡y nada! Observé la profundidad del mar y de repente vi que el cretino hacía señas con las manos. Desesperada, me saqué las zapatillas y así como estaba nadé hacia él. No es que haya querido nadar, pero sentí un impulso fuerte de llegar hasta donde él se encontraba. Braceé un metro, dos metros, cinco metros y cada vez que creía que estaba cerca, la corriente me arrastraba hacia el norte. Me sentía agotada, sin aliento, el agua ingresaba por mi nariz y salía por mi boca, mi piel ardía por la sal. Tuve la tentación de regresar a la costa, pero el revuelco de una ola enorme nos reunió en un banco de arena a unos quince metros de distancia de la orilla.

-Te voy a matar... ¿Qué haces? ¡Cómo te metés al mar, si no sabes nadar! -le dije escupiendo arena y tiritando de frío.

-¡Sorpresa! -me contestó con ironía y, tomándome del elástico de la cintura de mis calzas, me atrajo hacia él.

-Si se entera papá…

-¿Si se entera de qué? -me respondió con insolencia y provocación.

-Vamos, no quiero estar acá -mentí.

La luna comenzaba a delinearse en el horizonte. El murmullo de la corriente se estiraba hasta la orilla y se retraía hacia el centro del mar. Todo olía a sal.

La piel roja de Leo, iluminada por el último resplandor solar, brillaba a través de sus pecas y generaba en mí un estado de hipnosis.

-No te voy a hacer nada que vos no quieras hacer, y no seas tan infantil de poner a tu papá en el medio -me dijo.

Pendía de su cuello una cadena de oro con una estrella rara, de ocho puntas. Traté de dibujarla en mi mente y cambiando de tema, le pregunté:

-¿Qué tipo de estrella es?

Nos sentamos a charlar de frente al océano y de espaldas a los médanos.

-La que me indica el norte -dijo y se sonrió.

-En serio, Leo, ¿qué significa?

-Significa que… -Acarició los bordes de la estrella- Por más solo que nos sintamos en el mundo hay una fuerza que nos guía, una chispa de luz que ningún océano podría apagar.

Me sentí vulnerable. Cerré los ojos y me aflojé. Leo miró mis lágrimas y me dijo:

-Gisela, mañana regreso a Uruguay y embarco con destino a Portugal junto con mi novia. La contrataron de una empresa de publicidad y yo voy a buscar empleo en el puerto. No creo que volvamos a vernos.

Se me estrujaba el corazón, una hora antes lo odiaba y ahora…, pero además podía ver a través de su alma, la mía.

Leo me reflejaba y me rechazaba al mismo tiempo.

-Quiero ir con vos.

-No digas pavadas -dijo y me abrazó con ternura. Apoyé mi cabeza sobre su pecho.

-Odio a mi papá, no soporto a mi familia, me quiero ir con vos le dije con los ojos cargados de agua.

-¡Sos tan inmadura, mira lo que decís!, ¡cómo se te ocurre, Gisela! Tengo una novia y vos tenés una vida acá. Y, además, somos casi extraños...

Hubiera querido que se lo llevara el mar. Nuevamente lo odiaba. Me deshice de sus brazos y salí corriendo, sin mirar hacia atrás.

*****

Llegué a casa y me encerré en mi cuarto, nuevamente.

-Mamá, no quiero cenar.

-Gisela, tenemos invitados. Te pido por favor, ayúdame.

-Por favor, mamá, no me hagas esto, yo no quiero bajar. Siempre hago lo que ustedes quieren. Yo no aguanto más.

-Pero ¡qué decís! Cómo podes ser tan desagradecida. Mira, no me importa lo que pienses, cámbiate y bajá, que tenemos que decirte algo con tu papá.

Suspiré. Cambié el camisón por un vestido suelto, vaporoso, color celeste y me dirigí al comedor, muda.

-Gisela, como te dije esta mañana, hay algo que con tu mamá te queremos decir dijo papá colocando un vaso con agua sobre la mesa del living.

-¿Qué? -le pregunté con la cara desfigurada de tanto llorar.

-Hija, lo que te queremos decir, es que nos vamos de Mar del Plata. A tu padre le dieron un traslado y en veinte días viajamos a Costa Rica. Nos vamos con lo justo -indicó mamá.

Me quedé helada. Atónita.

-Yo no voy a ningún lado -dije con los ojos enrojecidos de furia.

-Vos no tenés opción, y te venís con nosotros -me dijo papá en tono firme y serio.

¾¡Te odio!, ¡te odio!... -le grité en la cara y revoleé el vaso con agua contra el cuadro favorito de papá que colgaba en la pared.

Sin cenar, me refugié nuevamente en mi habitación y llamé por teléfono a Fermín.

-Es urgente, Fermín, necesito que vengas.

-No puedo ahora, Gi. ¿Qué querés?, que me echen de casa… ¿Eh? ¿Estás loca? Ahora imposible.

Esperé a que mamá terminara de lavar los platos y se fuera a dormir. Leo se había quedado conversando con papá sobre sus planes inminentes en Portugal. Esperé también a que papá se fuera a su cuarto y busqué a Leo por toda la casa. Lo encontré afuera, en el jardín, fumando. Me acerqué despacio, me senté a su lado y le pedí un cigarrillo.

-No es tabaco, no te voy a dar.

-Está claro que...

-Está claro que sos una pendeja. Mira el escándalo que hiciste a tus padres. No te vas a poder quedar en Mar del Plata.

Le saqué el rollito de cannabis y fumé. Tosí. Se me revolvieron las tripas. Me mareé y fingí que me había gustado.

-¡Dame eso! -me dijo mientras me lo sacaba de los dedos-. Necesito descansar -agregó.

-Yo también. Quiero dormir con vos.

-¡Estás loca...! Están tus padres, sería una locura y, además, vos, nena, está visto que no lo podrías superar…

-Ese no es tu asunto -dije mientras él se levantaba del escalón de la galería trasera e ingresaba a la casa por la puerta del lavadero.

Lo seguí hasta su cuarto, que era nuestro cuarto de visitas. Entré, me tiré en la cama, me tapé con las sábanas hasta la nariz, me saqué el vestido y así, desnuda como estaba lo observé

Leo cerró con llave la puerta del cuarto y se sentó en el borde extremo de la cama, dándome la espalda. Tironeó su remera hacia arriba y vi cómo su dorso quedó descubierto; su figura se proyectó sobre la pared. Me acerqué despacio y me arrodillé justo detrás de él; respiré profundo cerca de su cabello. Nuestros cuerpos estaban separados por pocos centímetros. Leo extendió sus brazos hacia atrás, en círculo, y apoyó la palma de sus manos justo debajo de mis caderas. Ahora, mis pechos rozaban su piel y mi mentón quedó apoyado sobre su hombro. Giré medio centímetro mi boca hacia la derecha y él hizo lo mismo, extendiéndose hacia mí. Nuestras lenguas se encontraron. Sentí que el aire de la ventana recorría mi espalda. Fuimos girando hasta que quedé sentada encima suyo, con los talones de los pies extendidos sobre la cama.

-¿Qué bella! -dijo en voz alta, y sus pupilas se dilataban.

Pero me tomo de la cintura y, levantándome con ambas manos en el aire, me apoyó sobre el piso. Los dos, de pie, yo cerca de la pared y él rozando el borde de la cama, nos miramos un buen rato en silencio; luego, él agregó:

-Esto no está bien, Gisela. Mejor…

-Mejor no digas nada -le dije y lo empujé con ambas manos sobre la cama.

De rodillas en el piso, besé cada uno de los dedos de sus pies. Luego, trepé sobre sus piernas y aflojé el cordón de su short. Leo se lo bajó y arrojó al piso de su lado. Mientras tanto, me tapé nuevamente con las sábanas y me enrollé para el lado de la ventana.

-Nunca lo hice -dije sin mirarlo.

-No te creo -me contestó, y me cubrió con su cuerpo hasta tomarme de las manos.

-Soy virgen -le respondí.

-Ya no digas mentiras, nenita… -añadió y hundió sus dedos entre mis piernas.

-Creé lo que quieras -murmuré y comencé a sentirme húmeda.

Leo se hizo un ovillo entre mis piernas y me besó. Sentí cosquillas. Solté una risa histérica y Leo se acercó hasta mi rostro y enredó sus dedos entre mis rulos. Luego, lo intentó. Una y otra vez.

-Te dije… - sonreí.

Me miró a los ojos, sujetó mis piernas con las suyas, nos besamos y lo logró.

-Ah… -suspiré, no sé si de dolor o de placer.

-¿Estás bien? -me preguntó.

-…

-¿Estás bien? -insistió.

Escondí mi rostro entre las almohadas perturbada. No puedo pensar en Fermín. No. No puedo pensar en papá ahora.

-¡No! – grité absorta en mis pensamientos.

-¿Qué pensás?

-Que quiero irme con vos.

Leo me miró, me besó entre los ojos, levantó mi cadera con suavidad y se acomodó nuevamente derramando su sustancia en el pequeño pliegue que quedaba entre los dos.

-¡No! -fue un “no” contundente. Luego, perdió su vista en el techo y yo sentí que lo perdía a él. Oí el ruido de las ramas de los árboles que crujían afuera. El viento había cambiado el clima: ahora estaba seco.

Gracias a Leo olvidé lo triste que sería despedirme de Fermín.

¾Andá a dormir a tu cuarto -añadió.

Caminé casi arrastrando los pies, como una zombi, por la escalera, hasta llegar a mi cuarto y me desmayé de sueño.

Al despertarme, Leo no estaba en casa.

-Te dejó saludos -dijo mamá mientras me servía té. Es hora de que te alimentes bien -agregó con una sonrisa cálida que le respondí del mismo modo.

-¿Cómo es el mar de Costa Rica, mamá?



Comentarios

  1. Muy lindo, conciso. Me quedó la idea de haber habitado esos momentos, tengo las imágenes en la memoria.

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    1. Muchas gracias Leonel, te invito a que leas las últimas entradas.

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